Esperaban llegar a las tierras de la abundancia descritas por Marco Polo unos siglos antes. Por el contrario, las carabelas llegaron a un continente nuevo, completamente desconocido. En los siguientes viajes, ya no hubo problemas para enrolar voluntarios, antes bien se produjeron colas, y la gente se daba de bofetadas por ir. Las nuevas tierras se dividieron en encomiendas o haciendas. El impacto de Europa en el Nuevo Mundo fue devastador.
Los descendientes de estos negros son los que hoy pueblan las islas del Caribe. Por otra parte, la defensa de las colonias americanas y de la flota mercante contra los continuos ataques de piratas y corsarios franceses, ingleses y holandeses se fue encareciendo hasta alcanzar proporciones alarmantes. A la postre, fueron Inglaterra y Holanda, y los banqueros italianos y alemanes, los que recogieron los frutos de tanto esfuerzo y de tanto sacrificio. Antes de entonar mea culpas que nadie ha pedido hay que considerar que no se puede juzgar con criterios modernos el comportamiento de unos hombres de mentalidad y principios muy distintos a los nuestros.
Para igualar hubo que eliminar lo que fuera diferente. En realidad, era un instrumento represivo al servicio del absolutismo real. No actuaba en nombre de la Iglesia, sino del rey. Porque defensa tiene; lo que no tiene es disculpa. La sencilla ceremonia del bautismo era, para ellos, un salvoconducto. El impacto social de los conversos fue tremendo.
Muchos potentados descendientes de conversos emparentaron con la aristocracia. Luego, procuraban guiarlos hacia profesiones bien remuneradas, como el comercio o la medicina. El sistema procesal se basaba en el secreto. El tocinillo de cielo. Las consecuencias fueron desastrosas. En estos primeros procesos se calcula que un cuarenta por ciento de los procesados terminaron en la hoguera.
Otras Inquisiciones europeas, que funcionaron menos tiempo, sobrepasaron cumplidamente esta cifra. En esta empresa estatal que aspiraba a mantenerse de sus propios recursos no tuvo inconveniente en sentarse a la mesa de negociaciones con los potenciales enemigos de la fe y redimir a los moriscos de las confiscaciones de bienes a cambio de un impuesto anual de cincuenta mil sueldos.
Es que el monstruo, aplastado por su propio volumen, esclerotizado por la edad y los achaques, estaba ya para poco. Los ministros ilustrados eran racionalistas, franceses, realistas: que cada ciudadano piense lo que quiera con tal de que permanezca fiel a la corona y pague sus impuestos.
Lo que ciertamente adjudica parte de la responsabilidad al Santo Oficio. En realidad los andaluces tienen de moros tanto como los gallegos, los catalanes o los vallisoletanos.
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Unos se acogieron a la superpoblada Granada; otros, bastantes, pasaron al Magreb. Al poco tiempo, enviaron misioneros y predicadores a evangelizar a los musulmanes y, en vista de los escasos resultados, los convirtieron por decreto. Las mezquitas se transformaron en iglesias. Es posible que el fisco perdiera la mitad de los ingresos.
No eran casi nada los Habsburgo, apenas un puntito en el mapa de los principados alemanes, pero picaban alto. Entonces, en la cama. Regresemos ahora a los Habsburgo-Austrias. No obstante, basta echar una ojeada a cualquiera de los retratos de Tiziano para advertir la descomunal quijada. Doce veces he padecido las molestias y los trabajos del mar. Sin embargo, como estamos viendo, en dos ocasiones distintas, dos reyes aparentones la sangraron para atender sus ambiciones u obligaciones imperiales. El segundo fue Carlos 1.
El flamenco tuvo que sobornar a unos diputados y amenazar a otros para conseguir que le votaran el nuevo subsidio.
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El pueblo es que no aprende nunca. Del emperador se esperaba que defendiese a la cristiandad, esa vaga sombra de unidad europea alentada por los papas sobre el lejano recuerdo del Imperio romano. Y encima de todo, los postres. Desde El Escorial, Felipe lo controlaba todo. Felipe tuvo cuatro mujeres; sucesivas, claro. Sin duda, la historia del mundo hubiese sido otra. Como de costumbre, Castilla cargaba con el esfuerzo principal. Las guerras de Felipe fueron muchas y variadas: contra Francia, contra el papa, contra Inglaterra, contra el turco, contra los holandeses, contra los corsarios berberiscos y hasta contra los moriscos sublevados en las Alpujarras.
Como su padre con los protestantes alemanes, Felipe tuvo que ceder ante los flamencos. Se trataba de expulsar del trono a Isabel y reinstaurar el catolicismo en la isla. Como es natural, los historiadores han exculpado a Felipe II y han cargado toda la responsabilidad del desastre en el coman dante en jefe de la flota, el duque de Medina Sidonia, cuyo comportamiento, en realidad, fue ejemplar y hasta heroico.
Los dieciocho mil restantes murieron en naufragios, por enfermedad y privaciones, o desembarcaron en Irlanda y fueron asesinados por los ingleses. El pensamiento se hizo sospechoso. Se desconfiaba de los libros y de la cultura. Cundieron la miseria moral, la incultura, el fanatismo religioso y el desprecio al trabajo, actitudes propias de la aristocracia, a la que ahora imitaba el pueblo, alentado por su concepto del honor. La figura del hidalgo pobre y muerto de hambre como el del Lazarillo se hizo familiar.
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Vayamos ahora al gobierno. El primer valido real fue el duque de Lerma, que lo hizo tan mal como lo pudiera haber hecho el rey en persona, si no peor. Hacienda ingresaba diez millones de ducados anuales. La deuda del Estado andaba por los setenta millones. Y al final para nada. Los protestantes holandeses ganaron su independencia. Sus enemigos no la molestaban. Al escasear la mano de obra, se encarecieron los jornales.
Sobre su augusto pecho generoso, ni joyeles perturban ni cadenas el negro terciopelo silencioso.
Las cifras de la cocina son pavorosas: para satisfacer el desaforado apetito de los visitantes no basta allegar toda la pesca de once leguas de costa y toda la caza de veinte leguas de coto. Otra vez la pica en Flandes Regresemos ahora al conde-duque de Olivares. Por ese lado, es evidente que Olivares no estuvo acertado. Pobre hombre. El Corpus de Sangre, el de Els segadors.
En todas partes, cuecen habas. Hubo que solicitar dispensa al Papa porque, como de costumbre, los contrayentes eran parientes ella, biznieta de Felipe II. Vaya usted a saber. A reina muerta, reina puesta. La elegida fue Mariana de Neoburgo. Fecunda es poco. Los mayores fuegos artificiales fueron los de la alcoba nupcial.
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Mucho ruido y nada. La alemana era robusta, alta, de busto opulento y bien metida en kilos, pelo rojizo, rostro pecoso, ojos azules algo saltones y larga nariz. Hoy no hubiera tenido precio para gobernanta de un local sado-maso. Entonces, lo sometieron a espeluznantes exorcismos y tratamientos. Pensaron, precipitadamente, que nueva savia vitalizadora renovaba el tronco podrido de los Austrias.
La princesa de los Ursinos fue una de esas mujeres excepcionalmente dotadas para el gobierno que la Historia produce de vez en cuando. Como es natural, los ingleses y los holandeses recibieron un soplo, se adelantaron y les limpiaron el granero. Un negocio redondo. El encuentro fue breve y sustancioso.
La princesa, anonadada, tuvo que partir hacia Francia inmediatamente, sin equipaje, de noche. Ni un mal reproche. El purpurado era un maestro en darle el punto exacto a los macarrones. En esta segunda, estuvo al servicio de los intereses particulares de la Farnesio. La esposa que le buscaron, Luisa Isabel de Orleans, no enmendaba el cuadro. No se puede negar que era hombre de ambiciosos proyectos.