Una Ley española no le permitió llevar a su familia hasta Grisel. Jasuf sintió en ese momento lo mismo que sus tatarabuelos. A ellos les arrancaron de su tierra, a él no le dejaban vivir en la que ya sentía como su tierra. Las hojas del calendario lunar pasaron incesantes.
Era una fría noche de invierno y el nieto de Jasuf cumplía al día siguiente los diez años. A todas las moncaícas, las del pasado, las del presente Y las de un mañana de esperanza 30 María Luisa Gómez y Gascón Con el pasado a mis pies, león manso y domesticado. Con el futuro abierto, al otro lado, desafio vientos y tempestades.
Soy magnífica, altar de aire, de fuego, mujer de agua y de tierra. Entonces yo era muy joven, apenas quince años sobreviviendo entre bosques y barrancos, y, mientras escuchaba sus promesas, miraba las huellas que sus manos, dibujadas de colinas sin volumen con el hollín del carbón, dejaban en mi piel y creía a prueba de fuego que aquellos dedos grababan en mi vientre la rosa negra de su veraz compromiso. Y, al llegar el otoño, mi vida se limitaba a aguardar, impaciente, que la noche cubriera de discrección y silencio hoyas y barrancos.
Y cuando apenas se divisaban las formas de las piedras y las sendas parecían perderse en la negrura de los bosques, yo me arropaba con la manta de mi abuela Amadora, la americana, y tomaba el angosto camino que surcaba la orilla del barranco de Morca hasta llegar a su cabaña. Atravesaba el bardizo que protegía la carbonera y asomaba mi rostro de niña por la puerta de la cabaña.
Características
Él estaba con el torso desnudo, frente al fuego y el reflejo de las llamas en su piel le daba a su cuerpo un aspecto sobrenatural. Me recostaba sobre las pieles de oveja y, con destreza montaraz, me sacaba las faldas, las enaguas y las medias hasta dejarme desnuda frente al fuego. Y yo sentía que el mundo se acabaría en el próximo instante y me aferraba ansiosa a su torso divino y salvador. Eran tiempos de otoño bien entrado, cuando las hojas de los robles se vuelven ocres y esperan, prendidas en las ramas, un viento que las lleve hacia el fondo del barranco, cuando el lobo baja a las tierras del valle, y los tejones se acurrucan en sus guaridas a esperar la primavera.
Y yo recibía el mensaje de la brasa ardiendo entre sus labios. Que me llevaría lejos del Moncayo, muy lejos, a las tierras de la costa, donde se podía ver el sol caer como una bola de fuego sobre la línea del mar. Y tierra y cielo se confunden y no hay nada en los ojos que te impida ver dónde acaba el mundo, chavala, me decía, mientras miraba el humo de la carbonera como si sintiera las brumas del mar. Pero, entonces, le creía con la fe ciega de la pasión y no comprendí el presagio que sus ojos me anunciaban.
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Su mirada andaba distraída, sobre cualquier rincón de la cabaña antes que posarse en mis ojos. Aquello no sonó a pregunta. Algo en la garganta me impidió entonar la voz con soltura.
Él no me contestó. La carbonera estaba apagada, llevaba dos días de refresco y al día siguiente comenzaría la saca del carbón. Me vestí despacio y me envolví en la manta, dispuesta a marcharme. Le acaricié la mejilla. No pude ver las rosas de hielo que el rocío de la madrugada había dejado sobre las piedras del camino porque iba llorando.
Al llegar a casa , me acosté en el jergón. Hacía frío y yo llevaba el corazón helado. A través de los cristales ahumados de su ventana, la abuela me vio llegar envuelta en la manta, pero nunca me dijo nada. Vivíamos lejos de Almanzora del Moncayo, una aldea perdida por estos montes indómitos, de la que sólo quedan unas pocas piedras en pie. Mi padre era carbonero, y, como todos ellos, desde niño se había acostumbrado a permanecer solo en la montaña durante largas temporadas.
Al morir mi madre, nos llevó a mi abuela y a mí a vivir a la Hoya de Los Cerezos, un barranco escondido cerca de las carboneras. Allí, reparó una cabaña con piedras y vigas de rebollo, construyó un buen hogar para no pasar frío y vivimos durante mucho tiempo. Aquella primavera bajamos a la aldea para las fiestas del Corpus. La abuela me había cosido un vestido de lino blanco, me había peinado con una trenza y entre los mechones había insertado jazmines blancos y una azucena.
Era muy morena, y llevaba un mantón de flores rojas recogido con un prendedor por delante del pecho. Mi padre, sin saber nada del asunto, le saludó con buen talante. El se puso muy serio y levantó el pecho orgulloso. Esta es mi mujer. Carmen, se llama. Las banderitas que adornaban el cielo de la plaza empezaron a darme vueltas, como palomas vertiginosas de audaces colores. La abuela me apretó el brazo.
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Parece usted forastera. La mujer se desabrochó el mantón y, al separar los brazos, vi que los frunces de su vestido mal disimulaban un vientre abultado. Yo no abrí la boca. Yo no me moví del brazo de la abuela durante el resto de la tarde.
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Padre me miraba extrañado. Me trajo una zarzaparrilla fresca, pero en el primer sorbo algo se me revolvió por dentro y no pude tragarla. La chica lleva el cuerpo raro esta tarde. Padre asintió con la cabeza y yo bajé los ojos. Cuando volvimos estaba ya anocheciendo y la abuela Amadora se detuvo a recoger rosas silvestres por el camino. Pero no te apures.
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Ese sólo tiene de hombre lo que le cuelga entre las piernas. Yo no alenté palabra. Luego, me echó los pétalos de las rosas por el cabello. Cuando llegamos al río, me dijo que me descalzara y me mojara los pies y las manos en el agua y recitó alguna letanía en su lengua materna. Tomó mis sandalias en la mano y llegué a casa con los pies descalzos. Nos sentamos en el banquero de casa. Y gracias a Dios estaba de mi lado. Tu padre ha de saberlo Yo se lo diré en su momento.
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Yo me quedé mirando hacia la oscuridad de la floresta. Llevo una temporada que me dan unos vahídos extraños. No te apures y confía en esta vieja. Él nació en Almanzora del Huecha y de joven se embarcó para las Américas. Años después volvió a su aldea con Amadora del Carmen y con un niño que parecía recién salido de los cafetales. El niño llevaba su mismo nombre. Mi abuela Amadora del Carmen fue siempre mujer sobria, de pocas palabras y de gestos firmes.
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Lavaba la ropa con energía y paciencia y cuando tocaba el agua que bajaba de los ventisqueros parecía que se templaba al contacto de sus manos siempre calientes. Solíamos lavar sobre unas grandes piedras lisas en la orilla del río que discurría por el solitario barranco donde vivíamos. Un día le dije que me contara cosas de su tierra. Mi abuela siguió lavando como si nada hubiera escuchado. Yo insistí y le pregunté entonces cómo había conocido al abuelo. Ella dejó de lavar, me miró con unos ojos como pozas sin fondo y me contestó: 35 36 María Luisa Gómez y Gascón - Yo no tengo pasado.
Lo arrojé al fondo del mar y llegué aquí livianita. Desde entonces, todas las noches cuando me acostaba en el jergón de paja a dormir, cerraba los ojos y me imaginaba cómo sería aquel mar lleno de recuerdos azules y de historias misteriosas fondeando a la deriva. Y soñaba con sirenas que leían en libros de piedra, llenos de algas, la vida de mi abuela. Amadora sabía leer y escribir con soltura de maestra de escuela y tenía un armario lleno de libros escritos en una lengua antigua e indescifrable que nunca permitió hojear a nadie.
Yo lo vi con mis propios ojos, y nunca lo olvidé. Pero los presagios de la abuela Amadora se cumplieron. Quién sabe qué cosas diría. Mi padre salía en su busca y a veces tenía que traerla atada de pies y manos a lomos de la muía, pues no había forma de hacerla entrar en razón. Yo le cocía infusiones de amapola y beleño para calmarla, pero llegó un momento en que nada aliviaba sus tormentos y una madrugada desapareció para siempre.